Mi Padre celestial
Johnny Cheng, Toronto, Ontario, Canadá
Aleluya, en el santo nombre del Señor Jesús voy a testificar acerca de una experiencia que tuve mientras oraba en la iglesia de Toronto, en Canadá, el 26 de diciembre de 1999. Durante la oración pensé en mi papá y en lo duro que él trabajaba en Taiwán para poder mantener a mi familia en Canadá. Hacía más de un año que no lo había visto y realmente lo extrañaba mucho. Aunque mi padre es algo estricto, yo quería que estuviera a mi lado para poder abrazarlo y decirle cuánto lo quiero. Al pensar en lo lejos que estábamos uno del otro, me daban ganas de llorar.
Unos minutos después de comenzada la oración, vi una luz brillante que empezó a envolverme hasta que fui rodeado completamente por ella. Luego vi a una persona vestida de blanco venir hacia mí. Detrás de él había otras cinco o seis persona que lo seguían y también estaban vestidas de blanco. Más tarde, me di cuenta de que la primera persona era Jesús y las otras que lo seguían eran ángeles.
Jesús caminó hacia mí y puso sus brazos tiernamente alrededor mío. En ese momento me sentí increíblemente gozoso, animado y en paz; allí, sentía que estaba totalmente seguro y protegido. Jesús me abrazó por un largo tiempo y luego me dijo: “Yo soy tu padre, yo soy tu Dios”. Lo que Jesús me quería decir era que no me preocupara. Mi papá estaría bien en Taiwán y Jesús nos cuidaría a mi papá y a mí.
Por curiosidad, levanté la vista para ver cómo era el rostro de Jesús, pero no pude ver su cara porque brillaba muy intensamente, incluso más intensamente que el sol. Los rostros de los ángeles también brillaban como el de Jesús. Tomándose de la mano entre ellos, los ángeles hicieron una ronda alrededor de Jesús y de mí. Ellos cantaban himnos en una lengua espiritual, alabando al Señor. Aunque no pude entender qué era lo que cantaban, su canto era armonioso, melódico y celestial como ningún otro que había oído antes.
Luego miré hacia abajo, en donde estaba arrodillado. El suelo se había teñido de blanco y esa blancura comenzó a expandirse radialmente desde donde estábamos Jesús y yo, hasta que finalmente cubrió todo el suelo. La iglesia parecía haber desaparecido y sentí que ya no estaba en el mundo, ¡sino en el cielo! Esta fue la primera vez que divisé el reino celestial con mis propios ojos. Las palabras no me alcanzan para describir la belleza que se encontraba alrededor mío en aquel instante. Todo era de color blanco puro, pero aún así, no me pareció algo extraño o incómodo.
Finalmente, escuché sonar el timbre que marcaba el fin de la oración. Jesús se paró y comenzó a alejarse, acompañado por sus ángeles. Todos ellos desaparecieron al entrar en una luz que estaba a distancia.
Cuando la visión llegó a su fin, comencé a sentir la presencia de los hermanos y hermanas que oraban alrededor mío. Abrí los ojos y vi que estaba en la iglesia nuevamente. Sentí una alegría enorme por haber sido abrazado por el Padre celestial y por haberlo visto con mis propios ojos.
Nunca voy a olvidar esta maravillosa experiencia. Ahora sé que el Señor mi Dios es también mi más preciado y amado Padre celestial, quien siempre me cuidará, protegerá y estará por siempre a mi lado. Me siento realmente afortunado de ser su hijo. Que toda gloria sea de nuestro Señor Jesucristo por la eternidad. ¡Aleluya! Amén.
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:1-2).
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