Esperanza
Yo era una voluntaria en cierto hospital. Comencé en el piso de pediatría y gradualmente me mudé a cuidado continuo, en el tercer piso. El ver a jóvenes y adultos, hombres y mujeres sufriendo por sus enfermedades me recordaba lo frágil que es la vida.
Durante los cuatro años y medio que trabajé en el hospital, estuve tres años en cuidado continuo, por lo cual llegué a conocer muy bien a los pacientes.
Roberto, quien se tropezó y se rompió la cadera a los 70 años, tuvo que mudarse al hospital porque su familia no podía cuidarlo todo el tiempo. Al vernos, Roberto nos decía: “Voy a regresar a casa la semana que viene.” Estuvo con nosotros seis meses antes de que falleciera.
También estaba Sofía, quien estuvo en un accidente vehicular a los 30 y quedó paralítica de la cintura para abajo. Su cuarto estaba lleno de fotografías de su familia y tenía el don especial de recordar los cumpleaños de todos—de todas las enfermeras, todos los doctores, y hasta los de nosotros: los voluntarios del hospital. Sofía aún está allí; ha estado allí doce años y contando.
Me asignaron a Clara. Ella era una señora callada que no hablaba mucho, pero sus ojos siempre me decían que apreciaba que yo estuviera allí. Su orgullo y alegría era su nieto, quien asumió como alcalde de la ciudad a los 25 años. La foto del nieto era la única fotografía que agracia su habitación.
Clara murió dos meses antes de que me graduara de la secundaria. No he visitado el hospital desde entonces, y de vez en cuando pienso en los pacientes que dejamos atrás una vez acabados nuestros días de voluntarios. Lo que me marcó sobre los pacientes del tercer piso fue lo desesperanzados que parecían al no poder poder recuperarse y regresar a su hogar para estar con sus familias.
Aquellos que se enferman gravemente generalmente caen en una de estas dos categorías: tienen la esperanza de recuperar su salud o se sienten derrotados al saber que han llegado al comienzo del fin. Si los miras a los ojos, puedes ver una luz o sentir un vacío. En la mayoría, yo vi el vacío.
No se me ocurrió hasta más tarde, de que el abatimiento en sus ojos era más que el querer estar con su familia. Era la desilución hacia la vida. No había nada más por lo cual vivir, no había nada más fuera del hospital.
Me pregunto si alguno de ellos alguna vez pensó en Dios.
A veces, nuestras vidas pueden ser tan sofocantes como el estar cerrado entre las cuatro paredes de una habitación de hospital. Pasamos todas nuestras vida construyendo “paredes”. Vamos tras nuestros sueños e ideales y tras el éxito del mundo. Pero al final, a veces las paredes que pensamos que construimos para protegernos terminan aprisionándonos en la desilusión.
¿Cuál es el valor de la esperanza? ¿Alguna vez has pensado qué hay más allá de las paredes de este mundo?
“Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación”
(Ef 2:14).
Por su amor maravilloso, Dios envió a su hijo, Jesucristo, a la crucificción para que a través de su muerte pudiera destruir la pared que nos separaba de Dios.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).
Jesús nos promete un mundo mejor que está más allá del mundo en que hoy vivimos. Si ponemos nuestra esperanza y nuestra fe en su promesa, encontraremos la paz en nuestros corazones, que no albergarán temor ante la muerte o el sufrimiento de esta vida.
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:35, 38-39).
Sabiendo que nuestro tiempo en la tierra es como mucho de setenta u ochenta años, ¿cómo es que algunos pueden asirse a la vida con tanta confianza? Lo hacen porque tienen la esperanza de algo mejor, saben que al final de este camino se encuentra el comienzo de uno nuevo.
“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Ap. 21:4).
Creo que Roberto tenía la idea correcta—él tenía la esperanza de algo mejor: volver a casa.